Cuando uno pasa al Ghetto por el puente
de hierro que lo une a los cimientos
Ormesini y La Misericordia
– otros dirían tal vez que los separa –
es envuelto y vencido lentamente
por esa clara sensación aguda
de ser una pequeña rata. Blanca,
de ojos rojos e interminable cola
(que se desliza aún por los peldaños
cuando el resto del cuerpo ya reposa
sobre el suelo de piedra de la plaza).
No se puede evitar el husmearlo,
caminarlo con paso minucioso,
tocando las paredes con las manos,
como si nos sirvieran para ver.
Recorrer el polígono quebrado
de su estructura irregular, sin prisa,
poco a poco atrapado y poseído
por pequeños vaivenes de indeciso roedor.
Entretenernos con paciencia
en el bajorrelieve poderoso
de evocación e inútil de esperanza
(ese tren tan repleto de viajeros
que nunca regresaron y la lista
de silenciosos nombres y apellidos).
Los perros se pasean con sus amos
y a veces se sacuden la apariencia
de seres aburridos con un gesto
infantil: un tirón de la correa,
un ladrido sin eco, un gruñido.
Aunque provocan la mayor ternura
de todos los que miran, nos esconden
en algún pliegue oscuro de su cara
una dura amenaza turbadora.
Hay árboles escuálidos que buscan
los restos de algún nido entre sus ramas.
San Michele resopla desde lejos
(no demasiado lejos) y la vida
lleva a sus hojas en extraña forma.
Francisco del Moral Manzanares