(24/09/2007)
Aún diviso de lejos los cuarenta
(a una media distancia pertinente,
más bien, no exageremos).
Aún miro alrededor y veo muchísimos
ejemplares humanos
que me doblan la edad. No la triplica
nadie, sería demasiado
y demasiado inútil, francamente.
Aún soy
lo que se dice joven,
una palabra usada tantas veces
y con dos mil sentidos diferentes,
todos ellos dichosos.
Así que debería estar tan orgulloso
de lo que tantos quieren y yo tengo.
Y ni siquiera
la más universal de las bondades,
la generosidad más infinita
permitiría que yo me desprendiese
de esta mi juventud,
tan digna de la envidia
de los demás (es prueba irrefutable
de que el tiempo y la edad no pertenecen
a los cuerpos de los que se alimentan,
acaso es al revés).
Así que debería estar tan orgulloso…
Sin embargo, esta tarde me han nacido
unas ganas enormes de ser viejo,
no unas ganas suicidas,
no unas ganas apáticas,
no una apetencia por el cementerio
o el asilo de ancianos.
Estas han sido ganas vitales de ser viejo,
tener ochenta y cinco
y mirar hacia atrás para vivir de nuevo
el placer de ignorar el arrepentimiento,
de escucharme la voz
y notar ese tono de autoridad
sin autoritarismo.
Y todo simplemente por haber avanzado
sobre el frágil sendero
que apuntaló en las noches el propio pensamiento
y resistió el embite de las modas,
las medianas y medias.
Esta tarde he querido ser pequeño,
haber menguado con la edad
hasta que me quedara tan sólo la sonrisa
y la satisfacción de haber dormido
de un tirón por las noches durante medio siglo.
Esta tarde he querido
estar ante los hijos de mis nietos
y poderles decir:
«Cambiar el mundo es fácil,
sólo hay que decidirlo sin hablar
y ponerse en camino».
Francisco del Moral Manzanares