Al despertar esta mañana ha sido.
No sé decir muy bien
si eran los coletazos de un mal sueño
o un fallo sin razón de la memoria.
Tú me dabas la espalda
y, al ir a acariciarte,
fue más bien una espalda diferente
la que sintió mi mano,
como si no la hubiera conocido
en ninguna anterior
versión de sus caricias.
Y he recordado entonces,
involuntariamente,
todas las otras caras diferentes
y las otras espaldas
con las que desperté en otras mañanas.
Caras sin voz,
caras algunas de una noche sola,
caras sin ni siquiera una mañana.
Pero te has despertado
y te has dado la vuelta, en busca de la luz.
Así que, sin querer, me has explicado
que tu espalda era tuya, con tu cara.
Me he sentido de nuevo relajado
y he vivido otra vez
esa serenidad que me regalas,
ese calor que dejas en las sillas
y la tranquilidad
que da llegar a casa y encontrarse el salón
con la luz encendida.
Antes de levantarnos
he dormido algo más esta mañana.
Diez minutos han sido suficientes
para soñar
el divertido juego de las caras.
Francisco del Moral Manzanares