Ya sé que no me queda más remedio
que quedarme con ese espantapájaros
que se asoma al espejo cada día
y disturba mis plácidas mañanas.
Yo trato normalmente de ignorarlo
y casi lo consigo, si no fuera
por esa cándida expresión
de aborigen de casa,
de especie protegida de mi cuarto de baño.
Otra vez la conciencia ecologista
me impide disfrutar tranquilamente
de todos los progresos de la vida.
Él aparece siempre arrinconado
en la reserva quieta del espejo
con ojos de inocente buen salvaje,
como un remordimiento atrincherado
en las siete cuarenta de todas las mañanas.
Es tan difícil que desaparezca
del todo y para siempre,
que he aprendido a afeitarme de perfil
y me lavo los dientes con la luz apagada
y me meto en la ducha de puntillas,
por si acaso despierta
y comienza de nuevo a mirar fijamente
desde aquel otro lado donde habita.
Ya sé que no me queda más remedio
que aprender a vivir con su mirada
enroscada en la nuca y con su aliento
flotando por la casa, empañando cristales
y caldeando el ambiente en el verano.
El caso es que lo miro de reojo
y ese tipo me suena de algún sitio.
Es como si lo hubiera conocido
hace ya tiempo, puede que en la infancia,
cuando era más sociable y más fisonomista.
Ya sé que no me queda más remedio
que contar con su imagen cada día,
con la presencia sorda de su dedo
apuntando a mi pecho, como una carabina.
Bien mirado, hay mañanas en que apenas
reparo en su presencia últimamente.
He aprendido a vivir como si fuera
una china en el fondo del zapato
o una pestaña vieja que se mete en el ojo.
Si hago un pequeño esfuerzo y me concentro
es como si jamás lo hubiera visto.
Francisco del Moral Manzanares