Tengo una sensación extraña
como si llevara
la maleta vacía.
Si la observo atentamente,
abierta como una herida vieja
sobre la cama,
la veo tan llena de tantas cosas
del último viaje
que me admira su ligereza.
Veo la ropa de invierno y de verano
a que obliga un sitio como este,
tan cerca de la costa
y tan al norte.
Veo la crema solar y la aspirina,
para esos catarros invencibles,
que nunca se combaten como el año pasado.
Veo las fotos de los amigos
en una continua carcajada (cómo si no).
Y veo, como siempre, libros nuevos.
Algunos que nunca leeré probablemente,
otros que guardaré como el mejor tesoro de mi vida
y los menos, que olvidaré
con la tranquilidad que siempre
da la ignorancia.
Y es extraño
comprobar que no pesa nada
después de cerrarla con cuidado
y bajarla hasta el suelo
y poderla volver a alzar
con la fuerza de mi dedo meñique,
que me resisto a comprenderlo.
Me resisto a creer que esté vacía, como parece.
Me resisto a admitir que nada,
absolutamente nada de lo que llevo
ocupe un mínimo espacio dentro de ella
y que nada la haga pesar,
como pesa cualquier equipaje
que se precie de serlo.
En el próximo viaje
-acaso no habrá próximo,
porque no será otro que este
y el anterior no existe tampoco
porque nunca acabó-
he de estrenar maleta (me lo juro
a mí mismo,
apretando los dientes
y mirando el espejo).
Una nueva, bien grande
que me haga sudar
y provoque problemas de columna.
Francisco del Moral Manzanares