El ahorcado se mece,
risueño como un niño,
colgado de la soga blanca que lo asesina.
Como el badajo triste de una campana
se balancea,
hasta que aquella rama tersa que lo sostiene
se quiebra en un crujido
seco como sus ojos
-los del ahorcado, claro,
porque todos los árboles
que nacen de este mundo
carecen de los ojos verdes de los ahorcados.
Ya respira en el suelo
el aire viejo y húmedo que cuesta respirar.
Con la soga en la mano,
entre la hierba busca una flor diminuta.
Acaso a esta pequeña margarita indefensa
le crecerán dos ramas fuertes, llenas de músculos,
donde un día no lejano
podrá colgar la soga blanca del ahorcado.
Los llantos de cien noches
no serán suficientes para regarla.
La sangre de mil latidos
no logrará que crezca más allá de las nubes.
Pero el ahorcado
le dará mucho más que le llanto de mil noches
y la sangre de todos los corazones,
para tener de nuevo una rama
donde poder dejar de aspirar
este viejo aire húmedo que tanto cuesta.
Y si quiebra esa rama,
gastará otros mil llantos
con mil millones de lágrimas
que le regalen bosques de ramas donde ahorcarse,
hasta que una de ellas
resista la avalancha de su cuerpo
(lleno de agujeros grises por donde se filtra
la luz del mediodía)
y, en el breve momento que durara un suspiro,
se extinguiera, felizmente tal vez, la vida.
Francisco del Moral Manzanares