La noche por ser triste carece de fronteras
Luis Cernuda
El día en que mis ojos vieron la luz
-oh, dichosos mis ojos, que la vieron, y no otros que no la pueden ver-
miré con avidez alrededor de todo.
Levanté las faldillas de la mesa de casa,
abrí la ventana del salón,
descolgué el cuadro más grande del pasillo
y descubrí que la noche comenzaba, tímidamente prendida en cada objeto.
Luego fui creciendo,
porque todo lo que nace, crece sin remedio,
y miré entre las páginas de los libros
y examiné con cuidado cada esquina de la calle
y cada palabra que salía de una boca amiga
-además, las que salían de cualquier otra boca
y las que nunca llegaban a salir-.
Entonces descubrí que la noche también había crecido
y se expandía como un bostezo arrebatador y sonámbulo.
Más tarde dejé de buscar
y me compré unas gafas oscuras,
que estaban muy de moda.
Pero salí a la calle
y pude comprobar que todo el mundo
había comprado las mismas gafas oscuras,
y, como tengo una alergia incorregible a parecerme a otros,
arrojé en el camino las mías
cuando la noche era ya una mancha aceitosa
que empezaba a cubrirlo todo.
Al cabo de un tiempo maduré
porque todos los frutos caen alguna vez al suelo,
si nadie los recoge
y, en mitad de la cuesta,
al secarme el sudor que había ganado
con el pan de mi frente,
vi mi mano teñida de negro,
porque la noche estaba en mí,
como en todos los hombres.
Ahora que soy ya viejo,
tan viejo que he hablado varias veces con Dios personalmente,
sé que el sol es solo un artificio
que alguien inventó un día, hace todos los años,
y hoy o mañana acabará apagándose.
Y tras él, abrazándonos, esa noche de siempre
enseñará de nuevo a mis ojos y a todos los ojos
esa esencia que tiene triste, como de limbo sórdido
-oh, dichosos mis ojos, que la vieron, y no otros que no la pueden ver-.
Francisco del Moral Manzanares